Casi veinte años más tarde, unos días después de la muerte de su hermana visitandina, a quien visitaron el mismo día de su matrimonio y a la que quince días después había hecho alusión de su "secreto", Celia recuerda al escribir a su hija Paulina: "Tu padre tenía gustos semejantes a los míos, creo incluso que nuestro afecto recíproco había aumentado por eso. Nuestros sentimientos eran siempre al unísono y siempre me sirvió de consuelo y apoyo. Pero cuando tuvimos los hijos, nuestras ideas cambiaron un poco; no vivíamos más que para ellos, eran nuestra felicidad, nunca la encontramos en nosotros sino en ellos. En fin, nada nos apenaba; el mundo no nos era gravoso. En cuanto a mí, fue mi gran compensación; por eso deseaba tener muchos, para encaminarlos al cielo" (CF 192). Volvamos a la pequeña Teresa, este jueves 25 de junio de 1874, cansada del columpio y que busca a su mamá, su mundo de calor y de seguridad. "He aquí que el bebé viene a pasarme su manita sobre la cara y abrazarme" - escribe Celia-. "La pobre no quiere dejarme, está siempre conmigo; le gusta mucho salir al jardín, pero si yo no estoy allí, ella no quiere quedarse y llora hasta que me la traen... Me encanta ver que me tiene tanto cariño, ¡pero a veces es molesto!" ¡Sobre todo un jueves, cuando las obreras van a llevar su labor de encajes! La víspera, Celia escribía aún a su cuñada de Lisieux, la muy querida Celina Fournet, que desde su matrimonio con Isidoro será la señora Guérin: "Teresa comienza a hablar casi de todo. Se vuelve cada vez más mimosa, y no es pequeña carga, le aseguro, porque está continuamente a mi alrededor y me es difícil trabajar. Por eso, para recuperar el tiempo perdido, continúo la labor de los encajes hasta las diez de la noche y me levanto a las cinco. Tengo que levantarme una o dos veces durante la noche por la pequeña. En fin, cuanto más trabajo tengo, mejor me siento". Celia quiere a sus hijos. Teresa, la novena, había sido la gran bienvenida. Quince días antes del nacimiento de la niña, la feliz mamá confiaba a su cuñada: "Ahora, todos los días, estoy esperando a mi angelito... Si Dios me da la gracia de poder amamantarla, será un placer criarla. Amo a los niños con locura, he nacido para tener hijos" (CF 83). Esperar a la pequeña Teresa es como ser portadora de una música profunda. Madre e hija vibran en consonancia, con trabajo se atreve a confiar a su cuñada: "Mientras la llevaba, me di cuenta de una cosa que jamás me había sucedido con mis otros hijos: cuando yo cantaba, ella cantaba conmigo... Te lo confío, nadie podría creerlo" (CF 85). Tres años después, escribirá: "¡Qué feliz soy de tenerla! Creo que la quiero más que a todos los demás, sin duda porque es la más pequeña" (CF 158). Tener hijos para amarlos le consoló en gran manera a Celia de su propia infancia infeliz. No se portará con sus hijos como su madre se portó con ella... Tres años después de casarse, Isidoro Guérin, militar, después gendarme, y su esposa Luisa Juana Macé, hija de un tornero..., habían tenido una primera hija, María Luisa, la futura visitandina. Dos años y medio más tarde, nació Celia, el 23 de diciembre de 1831, casi bebé navideño. Nueve años y medio después, nacerá el hijo menor, Isidoro. Todos los hijos nacieron en Saint-Denys-sur-Sarthon, a doce kilómetros al noroeste de Alençon. Pero en 1844 la familia se muda a Alençon, calle de San Blas 36, donde nacerá la pequeña Teresa. El Summarium (II, 91) de la causa de beatificación de Celia describe a los padres Guérin como "cada uno a su aire, personas de carácter muy acusado. Eran rudos, autoritarios, exigentes. Contrariamente a lo que se podría imaginar, el marido era más dulce que la esposa, y los niños que iban a nacer de su unión serían los primeros en experimentar los efectos de este contraste. La voluntad exigente de los esposos Guérin se asentaba, por otra parte, afortunadamente, en su desvelo de integridad moral y de fidelidad religiosa. Su influencia en la educación de los hijos sería grande". No hay duda: Celia sufrió mucho por esta "voluntad exigente" de los esposos Guérin. "Aunque lo deseó ardientemente - refiere su hija Celina-, jamás, en su infancia, tuvo muñecas, ni siquiera una. Las frecuentes jaquecas que sufría aumentaban este penoso ambiente". Es evidente que mamá Guérin tenía sus preferencias por su hija mayor y por su hijo Isidoro más que por Celia. Celia, a quien le hubiera gustado tanto tener alguna muñeca, querrá mucho a su hermanito Isidoro, su angelote, su hermano menor de diez años. Más tarde, cuando Isidoro, ya farmacéutico, haya decidido instalarse en el lejano Lisieux en vez del cercano Le Mans donde se le podría visitar fácilmente y donde estaba ya su hermana visitandina, Celia, por una vez, se dejará llevar por una queja amarga (queja que no debe separarse, en esta época, de la gran felicidad de ser mamá). Escribe ella el 7 de noviembre de 1865 a su hermano independiente: "Estoy completamente desencantada. Te veía en Le Mans y me hubiera alegrado ir de vez en cuando a visitarte: hubiera sido para mí un encanto en mi existencia laboriosa y monótona. Pero, ¿qué quieres?, es necesario renunciar a todo; nunca en mi vida he tenido un placer, lo que se dice placer jamás lo he tenido. Mi niñez, mi juventud, han sido tristes como una mortaja, porque, si mi madre te mimaba a ti, para mí, tú lo sabes, era demasiado severa; aun siendo tan buena, no sabía tratarme; por eso mi corazón ha sufrido mucho".
Si los detalles se conocen parcialmente, la Circular necrológica de su hermana religiosa esboza, sin embargo, un ambiente familiar en el que domina la figura de la austera señora Guérin, "simple y un poco rústica, pero de una fe robusta". Lo que en la circular se dice para María Luisa se puede aplicar, sin duda, a Celia. En la familia reinaba una "cierta atmósfera de rigorismo, de tensión y de escrúpulo". "Esta expresión: es pecado, detenía a la pobre hija [María Luisa] en sus inclinaciones más fuertes (...) La señora Guérin, que notaba en su hija este excesivo temor de ofender a Dios, se servía un poco exageradamente del ascendente de la frase desmesurada es pecado para reprimir sus menores imperfecciones. María trabajaba mucho y se divertía muy poco". Se refiere en particular cómo la pequeña María Luisa, cuando jugaba o bailaba con los otros niños, "creyó cometer un gran pecado si se encontraba al lado de un niño; lo evitaba temerosa y lo más hábilmente que podía, granjeándose a veces maliciosas bromas sobre lo que se llamaba su carácter huraño". En tal ambiente, se entiende mejor la perplejidad y el comedimiento de su hermana Celia, ignorante la noche de bodas. El tacto de su marido, su presencia tranquilizadora, y luego una mejor comprensión de la obra del Creador la prepararon a aceptar el matrimonio en toda su lógica. Más tarde, la belleza del amor fecundo y la alegría de los hijos continuaron ensanchando el corazón de Celia.
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