Hoy, casi todas las misiones, de un modo u otro, participan de algún tipo de “hermanamiento”, sintiéndose apoyadas espiritual y materialmente por aquellas comunidades o grupos que viven la inquietud misionera. Santa Teresa del Niño Jesús hizo de su vida una respuesta, y una entrega generosa de su vida de oración y de sus muchos sacrificios, ofreciendo sus dolores para aliviar a los misioneros. Al entrar en el Carmelo es plenamente consciente de que lo hace «para salvar las almas y especialmente para orar por los sacerdotes» (Manuscritos, cap. VII). «Estoy convencida—nos dirá más tarde— de la inutilidad de los remedios que tomo para curarme. Pero me las he arreglado con Dios para que se aprovechen de ellos los pobres misioneros, que ni tienen tiempo ni medios para curarse. Pido a Dios que los cuidados que a mí me prodiguen les curen a ellos» (Apéndice II). Le apasiona la idea de considerarse hermana espiritual de los misioneros. Su “Santa Madre Teresa” —como ella la llamaba— le concede, en 1895, la gran alegría de confiarle a sus oraciones y sacrificios la vocación misionera de Mauricio Bellièr, joven seminarista de los Padres Blancos, que posteriormente sería misionero en África. Un segundo hermano misionero fue el P. Roulland, de las Misiones Extranjeras de París, quien antes de partir a las misiones de China, mantuvo una larga conversación con ella en el locutorio. De esta manera vivía cada día con mayor intensidad los éxitos y las dificultades de los sacerdotes que trabajaban en esos campos alejados, entre aquellos que todavía no conocían la verdad del Evangelio, y por quienes tanto rezaba y se sacrificaba. La misión no le era una cosa lejana. Las lecturas y, especialmente, la correspondencia con estos sus dos hermanos misioneros mantenían siempre vivo el fuego que en su interior ardía por la evangelización de esos pueblos, lejanos en la distancia, pero muy cercanos en la capilla y en todas las estancias del convento, dondequiera que ella se hallase. El recuerdo de sus hermanos estaba siempre presente. Un día la veían caminar con mucha dificultad por .el jardín, tratando de disimular el dolor en su rostro y, después de contemplarla e interpretar su cansancio, una de sus hermanas de comunidad la invitó a sentarse. «¿Sabe lo que me da fuerzas? —contestó—. Pues ando por un misionero. Pienso que allí, muy lejos, puede haber alguno casi al cabo de sus fuerzas en sus excursiones apostólicas, y para disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios» (Apéndice II). Se conservan dieciséis cartas dirigidas a los que eran su prolongación en esos países. Era su gozo y felicidad el participar en sus penas y alegrías, el contribuir a santificar su alma y salvar las de los otros. En todas nos ha dejado la transparencia de un corazón abrasado por la sed de que todos conozcan la Buena Nueva y de que los misioneros se santifiquen en sus tareas evangelizadoras. En aquella tarde lluviosa, 30 de septiembre, en que la agonía se prolongaba, le decía a la madre priora: «¡Madre mía! Os aseguro que el cáliz está lleno hasta los bordes. No, jamás hubiera creído que era posible sufrir tanto... No puedo explicármelo sino por mi deseo máximo de salvar almas...».
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