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Hipódromo de Longchamp, París Domingo 24 de agosto de 1997
1. En el momento de concluir esta Jornada mundial en Francia, quiero evocar la gran figura de santa Teresa de Lisieux, que entró en la Vida hace cien años.
Esta joven carmelita fue conquistada totalmente por el amor de Dios. Vivió radicalmente su entrega como respuesta al amor de Dios. En la sencillez de la vida diaria supo igualmente practicar el amor fraterno. A imitación de Jesús, aceptó sentarse «a la mesa de los pecadores», sus «hermanos», para que fueran purificados por el amor, ya que estaba animada por el ardiente deseo de ver a todos los hombres «iluminados por la antorcha luminosa de la fe» (cf. MsC, 6 rº).
Teresa experimentó el sufrimiento en su cuerpo y la prueba en su fe. Pero permaneció fiel, porque, con su gran inteligencia espiritual, sabía que Dios es justo y misericordioso; comprendía que el amor se recibe de Dios, más que del hombre. Hasta el fin de la noche, puso su esperanza en Jesús, el Siervo sufriente que entrega su vida por la multitud (cf. Is 53, 12).
2. El libro de los evangelios acompaña siempre a Teresa (cf. Carta 193). Penetra su mensaje con una extraordinaria seguridad de juicio. Comprende que en la vida de Dios, Padre, Hijo y Espíritu, «el amor y la verdad se encuentran» (Sal 85, 11). En pocos años, realiza «una carrera de gigante» (Ms A, 44 vº). Descubre que su vocación consiste en ser, en el corazón de la Iglesia, el amor mismo. Teresa, humilde y pobre, traza el «caminito» de los hijos que se ponen en manos del Padre con una «confianza audaz». Su actitud espiritual, centro de su mensaje, se propone a todos los fieles.
La enseñanza de Teresa, verdadera ciencia del amor, es la expresión luminosa de su conocimiento del misterio de Cristo y de su experiencia personal de la gracia; ella ayuda a los hombres y mujeres de hoy, y ayudará a los del futuro, a percibir mejor los dones de Dios y a difundir la buena nueva de su amor infinito.
3. Santa Teresa, carmelita y apóstol, maestra de sabiduría espiritual para muchas personas consagradas o laicos, patrona de las misiones, ocupa un lugar privilegiado en la Iglesia. Su eminente doctrina merece ser reconocida entre las más fecundas.
Respondiendo a numerosas peticiones y después de atentos estudios, tengo la alegría de anunciar que, el domingo de las misiones, el 19 de octubre de 1997, en la basílica de San Pedro, en Roma, proclamaré doctora de la Iglesia a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
He querido anunciar solemnemente ese acto aquí, porque el mensaje de santa Teresa, santa joven tan presente en nuestro tiempo, es particularmente conveniente para vosotros, los jóvenes: en la escuela del Evangelio, os abre el camino de la madurez cristiana; os llama a una infinita generosidad; os invita a seguir siendo en el «corazón» de la Iglesia discípulos y testigos celosos de la caridad de Cristo.
Invoquemos a santa Teresa, para que guíe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo por el camino de la verdad y de la vida.
Con Teresa, dirijámonos a la Virgen María, a quien alabó e imploró durante toda su vida con confianza filial.
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