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Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene (1 Jn. 4, 16). Estas palabras que leemos en la primera Epístola de San Juan son el eco de sus más íntimos sentimientos; brotan del corazón del discípulo amado como un canto triunfal. Con términos parecidos e igual estremecimiento de alma, la Carmelita de Lisieux expresa su fe en el Amor Infinito de Dios. Su santidad, su doctrina, su vida toda, son la manifestación de esa fe. La fe en el Amor, fe firme, sencilla, ingenua, es la esencia del espíritu de Teresa, su más íntimo secreto.
Se habla mucho, y no sin fundamento, del amor de Teresa a Dios Nuestro Señor. El amor es el móvil de sus actos, el término de su perfección; es su sello característico. Teresa es el amor filial viviente, el Evangelio vivido. «No he dado a Dios más que amor».
«Ya lo he dicho; lo único que vale es el amor». Pero se olvida cuál fue la raíz, el verdadero secreto de ese amor a Dios. Su fe en el Amor de Dios hacia ella. La razón de este olvido es que Teresa vive esta fe con tal sencillez, con tan encantadora naturalidad y profundidad, que sentimos su influencia sin que se nos ocurra analizarla o formularla en un principio vital.
Sin embargo, nos será provechoso este principio estudiando el corazón de Teresa a lo largo de estas páginas. Sólo así la conoceremos íntimamente.
1º Fe de Teresa en el Amor.
2º El Amor, objeto de esa fe.
1
La oración, en frase de Santa Teresa de Ávila, es: «Tratar de amistad con quien sabemos nos ama.» En la mente de la gran contemplativa, la condición primera e indispensable para que reine esa amistad entre Dios y el alma es, por parte de ésta, una fe firme, inquebrantable, en el amor de Dios hacia ella. Fe divina que le infunde la seguridad, la certidumbre de ser amada por el Todopoderoso.
Teresa del Niño Jesús vivió en grado eminente esta verdad. No concebía ella a Dios sino a la luz de la profunda expresión de San Juan: Dios es caridad (1 Jn. 4, 16). No sin designio especial de Dios, Teresa, huérfana de madre desde su primera infancia, se volcó en la persona de su padre, y adquirió la experiencia, digámoslo así, del amor paterno más tierno y solícito. Nada tiene, pues, de extraño que apenas oyó hablar de Dios, de un Dios Bueno, de un Dios que es «Nuestro Padre», su alma de niña se sintiese naturalmente inclinada a representárselo a imagen de su padre de la tierra. Y procediendo sin saberlo por el método que los teólogos llaman «via excellentiae», aplicó a Dios, superado hasta el extremo, hasta lo infinito, el amor de su padre, su ternura, su solicitud.
Dios se presenta al espíritu y, sobre todo, al corazón de Teresa (no olvidemos su psicología, más afectiva que intelectual) como un verdadero Padre; el Padre más amante, el más tierno, el que sintetiza en Si mismo la verdadera y auténtica Paternidad en su más alto grado. Nadie tan Padre (Tertuliano). El Padre de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Ef. 3, 1415). Dios es nuestro Padre. Esta es la primera enseñanza del Evangelio. Y la vida de Teresa (tendremos ocasión de repetirlo más de una vez) es el comentario más sencillo y más hermoso del Evangelio.
La atmósfera en que vivió y se expansionó el alma de Teresa fue, desde el principio, la fe en el amor paternal de Dios hacia ella, en el amor de Dios su Padre, ante quien se ve niña pobrecita. Y esta fe es la raíz de donde brota toda su vida espiritual con sus virtudes características: amor, humildad, confianza, abandono, alegría. Estas virtudes, tan sencillas y evangélicas, son como el fruto espontáneo de la fe en el Amor de un Dios Bueno; El mismo la depositó en el alma de Teresa, como grano de mostaza destinado a convertirse en árbol frondoso. ¡Alma privilegiada!, dirá alguno. Ciertamente; pero su privilegio consistió no tanto en haber recibido ese don cuanto en comprender que lo había recibido. Por eso se le confió la misión de enseñarnos que tenemos el mismo privilegio que ella: el de ser objeto del amor paternal de nuestro Padre Dios.
Su vida es sencillamente vida de fe; fe esencialmente evangélica; fe en el amor de Dios al hombre. Su alma tiene la persuasión de que es infinitamente amada. Y para corresponder a este llamamiento del amor sólo tiene un deseo, un ideal: amar. La fe pura es el faro que la ilumina y a su luz camina sin inquietud, sin vacilación. Cuando las tinieblas invaden su espíritu (estado de alma muy frecuente en la Santa) será también su fe, fe cierta en el Amor de su Padre, quien la guíe y sostenga. Nos lo descubre ella misma: « ¡ Es tan dulce servir a Dios en la noche de la tribulación! » « ¡ No tenemos más que esta vida para vivir de fe! ». La prueba suprema de Teresa fue el eclipse de su fe durante año y medio: ¿el porqué de este eclipse? Quiso, sin duda, Dios nuestro Señor purificar la fe de Teresa, perfeccionar su alma, despojándola de todo lo sensible e intelectual. Así llegó a la consumación de la santidad.
Algunos meses antes había escrito: «¡Sé que por encima de esas negras nubes brilla el Sol de mi existencia! ». ¿A qué sol se refiere? Nos lo ha dicho ella misma en la línea precedente: «el astro del Amor». ¿Cómo lo sabe? Por la fe. La fe en el Amor es la clave de su santidad; la fe en el Amor fue el principio, la raíz, el fundamento de su santidad.
Enseñanza sumamente aleccionadora. La fe evangélica es una mirada al Amor. De ella brota la inteligencia de las cosas divinas. «Creo para entender.»
2
Añadamos una palabra, demos un paso más para comprender en su misma esencia la fe de Teresa del Niño Jesús en el Amor de Dios. El Amor, objeto de la fe de Teresa, tiene un carácter particular, carácter profundamente evangélico. Es el Amor Misericordioso.
En el estado actual, Dios nos ama no sólo gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra parte, sino que nos ama a nosotros, miserables, a pesar de nuestra miseria o, más exactamente, a causa de nuestra extrema y excesiva miseria.
Dios nuestro Señor, en sus inescrutables designios, habiendo previsto el pecado y su triste secuela de miserias y dolores, escogió, decretó y creó el mundo en que vivimos para manifestar su gloria. Cuanto más creamos en el Amor Misericordioso, más glorificaremos a Dios. Pero nuestro orgullo rehúsa creer en esta característica del amor Divino, porque le repugna el reconocimiento de la miseria humana. El soberbio no quiere ser objeto de la pura misericordia de Dios. No comprende el Amor Misericordioso. No se trata precisamente de comprender este amor; se trata de creer en él, sencilla y firmemente, como Teresa de Lisieux. La comprensión será el fruto de esta fe; lo entenderemos todo a la luz divina.
¿Comprendemos acaso internamente, íntimamente, la Redención, la Encarnación, la Eucaristía? ¿Bastará la razón, bastará la metafísica para entender esos misterios? No por cierto; sólo el humilde de corazón acepta o reconoce la absoluta miseria humana y cree en ese incomprensible misterio sin pretender desentrañarlo; cree y se sumerge en él sencillamente, como Teresa.
Si la fe en el Amor Misericordioso es condición necesaria para la inteligencia de estos misterios, ¡cuánto más lo será para una participación efectiva en los mismos! ¡Esta virtud teologal nos capacita en orden a la recepción de los frutos que producen tales misterios. « Lo que agrada a Dios es el amor que siento a mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que tengo en su Misericordia! ». ¡Cuán profunda e instructiva es esta palabra!
Los teólogos tenemos una gran tendencia a razonarlo todo. Pero para conocer a Dios es preciso adquirir la humildad de espíritu y creer en El con una fe pura, tal como nos la propone el Evangelio: fe en el Amor puramente Misericordioso de Dios al hombre.
De manera intuitiva, con esa mirada que San Pablo llama «illuminatos oculos cordis», comprendió Teresa esta verdad. Es decir, no tanto por el entendimiento cuanto por el amor; más afectiva que intelectualmente. Teresa se acercó a Dios y fue iluminada. Amó a Dios con corazón de niña, y a pesar de su debilidad y miseria, tuvo la santa audacia de tratar con El con la máxima sencillez y familiaridad. ¿Por qué? Porque con una fe que no admite vacilación se creyó amada; infinitamente amada, misericordiosamente amada por el Dios que es Padre de las Misericordias.
La vida de nuestra alma consiste en la entrega total que de sí misma hace al Amor de Dios, que se le muestra infinitamente Misericordioso. Pero, evidentemente, para entregarse en esta forma, la condición sine qua non es creer firmemente en el Amor Misericordioso. ¿Lo entendemos bien? La fe es ciertamente una virtud que radica en el entendimiento, pero abre el camino a la voluntad. El amor, la caridad, aumenta la luz de la inteligencia, y agudiza su mirada iluminada por la fe. Esa fe fue la mirada de Teresa, la mirada de su fe. «Illuminatos oculos cordis»; intuición del espíritu bajo la influencia del amor. En una palabra: sólo el amor puede descubrir al Dios que la fe nos revela. Lo dice expresamente San Juan: El que no ama no conoce a Dios (1 Jn. 4, 8).
El Amor Misericordioso de Dios atrae, invita, apremia a nuestro pobre corazón. Y si éste corresponde, la fe entra más plenamente en posesión de su objetivo divino. Nuestro corazón necesita del bien que Dios en Si mismo nos ofrece. Con esta certidumbre, la fe descansa plenamente en su propio objeto, el Dios amante y Misericordioso, a quien vislumbra en cierto modo.
San Juan y San Pablo nos presentan como objeto de nuestra fe a Dios Amor, Amor Infinito, Amor Misericordioso. Dios, que es rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos ha amado, cuando estábamos muertos por nuestros pecados, nos vivificó en Jesucristo (Ef. 2, 45). Y esta caridad consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó el primero, y envió a su Hilo como víctima de propiciación por nuestros pecados (1 Jn. 4, 10). Y nosotros hemos conocido y hemos creído en la caridad de Dios hacia nosotros: Dios es caridad (1 Jn. 4, 6).
Esta es la fe que nos predica el Evangelio. Teresa la comprendió. Pidámosle nos alcance la gracia de comprenderla como ella. Creamos sencillamente, humildemente, en el amor Misericordioso de nuestro Dios. ¡Humíllese nuestra ciencia orgullosa; reconozcamos nuestra ignorancia y miseria! Y pidamos la gracia de las gracias: la de vivir esta fe con todas sus consecuencias. ¡Ahí está la santidad!
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