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Amemos, pues, a Dios, puesto que. Dios nos amó el primero (1 Jn. 4, 19).
¿Qué efecto producirá en un alma sincera la fe en el Amor Misericordioso de Dios? Respondo: «el deseo de amar». Hablemos, pues, de este deseo. En el alma de Teresa del Niño Jesús, en su doctrina, es elemento tan esencial como su fe en el Amor. Cuando un alma se persuade de que Dios nuestro Señor, en su Amor Misericordioso, la ama infinitamente, a pesar, a causa de su miseria; cuando lo cree con una fe interna, inquebrantable, brota en ella un deseo: amarle, entregarse sin reserva a la acción Misericordiosa del Amor. No puede ser de otro modo; en el alma humana, hecha para amar, e impotente para hacerlo cual quisiera, el deseo precede y despierta el amor. ¿No es éste precisamente el mensaje evangélico a las almas degeneradas por el pecado? Si conocieras el don de Dios, serías tú quien pidieras (Jn. 4, 10) Señor, dame de ese agua.
Todo el Evangelio está contenido en esas palabras. Y es maravilloso ver de qué manera tan sencilla y eficaz ha conseguido el Señor inspirar al alma pecadora el deseo, la confianza de alcanzar el amor. Es el Evangelio vivo; la realización de aquella palabra de San Agustín: Dios desea estar sediento...
Así lo entendió Teresa al leer en San Juan el pasaje de Jesús y la Samaritana. Dios nuestro Señor, que no necesita a nadie, no teme hacerse mendigo del amor de su criatura. Y dice la Santa, abriendo de par en par su alma: «La palabra de Jesús moribundo, '¡Tengo sed!~, resonaba constantemente en mi corazón y lo encendía en un amor desconocido. Anhelaba calmar la sed de mi Amado».
En dos sencillos puntos podemos exponer la importancia que tuvo en la vida espiritual de Santa Teresa de Lisieux el deseo de amar: 1.0 Este deseo es el principio de su vida espiritual, es decir, de su tendencia hacia la perfección. 2.0 Es el término de su santidad.
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En los tratados de espiritualidad se observan dos tendencias o escuelas. La una considera el amor como término de la perfección; la otra, como principio o punto de partida. Teresa pertenece, sin género de duda, a esta segunda escuela. Tan clara es en ella esta tendencia, que al principio no pocos partidarios de la tendencia opuesta se escandalizaron. El amor es en ella el motor que impulsa al alma y la fortalece en la vida del renunciamiento. En este sentido puede decirse que fue antes mística que asceta. Su ascética está enteramente orientada hacia la mística. En realidad, todas las escuelas, todos los autores espirituales coinciden en considerar el «deseo de la perfección» como propio de principiantes; pero pocos son los que dan a ese deseo su verdadero nombre: ¡amor! Más bien dan a entender que el amor es el término; lo presentan como una recompensa a los esfuerzos del alma. Eso equivale a conducirla por caminos rudos y trabajosos; la ascensión es lenta, a veces triste, con frecuencia estéril y deprimente. Teresa, por el contrario, sintió que la confianza dilataba su alma, y llena de santa audacia quiso amar desde el principio. De ahí su alegría, su valor y fortaleza en medio de su miseria. Su pensamiento se traduce en una carta a su prima María Guérin: «Me pides un remedio para llegar a la perfección; no conozco más que uno: el Amor». No pudo expresar su idea con mayor claridad. El Amor es el único medio. En su tendencia hacia la santidad -nos dice en su Historia de un Alma- sólo conoce un camino: «Lo único que deseo es agradar a Jesús.» Es decir, amarle. Es el secreto de Teresa; deseo humilde y confiado de amar a Dios. Humilde, porque reconoce la propia nada. Confiado, porque todo lo espera de Dios, que es Amor Misericordioso.
Aquí se ve con la mayor evidencia la necesidad de la fe en el Amor Misericordioso. Se palpa al mismo tiempo su eficacia omnipotente que convierte en motivo de confianza la consideración de la propia miseria, causa no pocas veces de depresión o desaliento. Este no tiene lugar en el alma que cree en la incomparable bondad de Dios. Creer en su Amor y esperarlo todo de El es tributarle la gloria que espera de nosotros. Repitámoslo: esto es puro Evangelio.
El Amor atrae hacia Sí a los que están lejos de El: el hijo pródigo, la mujer adúltera, la Samaritana, María Magdalena. Las páginas de ese libro divino no son otra cosa que un llamamiento del Amor que invita al amor a los miserables, a los pobres, a los impotentes y débiles, es decir, a los hombres todos. Invitación que implica una gracia particularísima; despierta en el alma el deseo de entregarse sin reserva al Amor Misericordioso, y la confianza gozosa de vivir en El y para El. Este es el sentido de las palabras de Cristo: Venid a mi todos los que estáis abrumados, que yo os aliviaré (Mt. 11, 28). Demos gracias a Dios por haber canonizado a Teresa, que sólo es santa por haber abierto y entregado su alma al Evangelio.
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Decíamos que el deseo del amor no es sólo el principio de la vida espiritual, sino también el término de la perfección. Fácil nos será probarlo a la luz de las enseñanzas de Teresa, que abundan en los últimos años de su corta vida. ¿Cuál era en este tiempo la característica de su santidad? Un deseo inmenso de amar. En cierta ocasión, la Carmelita de Lisieux dijo ingenuamente a un Director de Ejercicios: «Padre, quiero amar al Señor tanto o más que Santa Teresa.» La respuesta del Confesor fue un duro reproche: « ¡Qué orgullo! ¡Qué presunción! Esos son deseos temerarios.» «Padre mío, no puedo creer que sean temerarios mis deseos, puesto que nuestro Señor ha dicho: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt. 5, 48). ¡Admirable respuesta! Teresa creía sencillamente en el Evangelio, en las palabras del Señor. No hemos de poner límites a nuestros deseos. Así se explica la famosa página de la Historia de un alma, en que la Santa, no pudiendo ya contenerse, se expresa en términos humanamente insensatos, desmesurados, quiméricos. Teresa sueña y desea cosas contradictorias e imposibles: quiere ser sacerdote, apóstol, misionera, mártir. ¡Locura!, según la prudencia humana; sabiduría verdadera a la luz de la fe.
¿Quién es Aquel que atrae a la joven religiosa? Es el Amor Infinito, infinitamente amable, que tiene sed del amor de su criatura, pobre e impotente. Ante ese Amor infinito, ¿cómo poner límites al amor humano? «Oh Amado mío; perdonadme si desvarío al manifestaros mis deseos, que rayan en lo infinito». Notemos de paso que en la misma proporción en que crecen sus deseos, crece también el sentimiento de su miseria, de su impotencia, de su debilidad, de su pequeñez. Teresa es el modelo del alma que, sincera y sencillamente, se entrega al deseo de amar, deseo que llega a ser ilimitado. Esto se explica fácilmente. Dios nuestro Señor, sediento del amor de su criatura, enciende en el alma que se le entrega un fuego divino que la consume, acrecentando en ella hasta lo infinito esos santos deseos. Lo que nos enseña la Teología de nuestra participación en la naturaleza divina, divinización del alma humana por la gracia, y su transformación en Dios, no son sino fórmulas que expresan la acción del Dios Amor en orden a la transformación del alma.
Por una prudencia mal entendida, restringimos excesivamente nuestros deseos de amar. Si admitimos como verdad de fe que el alma regenerada es pertenencia de Dios y que Dios es Amor, ¿cuál es el efecto de esta inhabitación divina? No es otro sino la acción de Dios, que es Caridad, en orden a la transformación del alma humana en Caridad. El que se adhiere al Señor forma un mismo espíritu con El (1 Cor. 4, 17). Somos transformados en su misma imagen, conforme al Espíritu del Señor (2 Cor. 3, 18). La vida de Teresa del Niño Jesús es la enseñanza viva de esta profunda teología, enseñanza que está al alcance de todos. Su vida es una prueba palpable de que las almas pequeñas pueden alcanzar el amor en una vida ordinaria sin éxtasis ni revelaciones. No por los actos heroicos, sino por su fe en el Amor Misericordioso.
Creamos en la palabra de Teresa: «No he dado a Dios más que amor». Y recojamos celosamente la respuesta ya citada a una de sus hermanas que, la víspera de su muerte, le pedía una palabra de despedida: «Lo único que vale es el Amor». He aquí una síntesis del Evangelio.
Dios, que es Amor, tiene un deseo inmenso de comunicarse. «El bien es difusivo de sí mismo», dicen los teólogos. Siendo Amor, no puede menos de despertar amor. Tiene sed de ser amado, y es El quien excita en el alma la sed de amar. Si ella corresponde, Dios se precipita y llena su vacío. Ensancha tu boca y yo la llenaré (Ps. 80, 11). Y como el Bien que se le entrega es infinitamente amable, brotan en el alma nuevos y más intensos deseos de amar, deseos siempre saciados y nunca satisfechos. Este flujo y reflujo de ansias e insatisfacciones es, en resumen, la Historia de un Alma. Es también la síntesis de la Teología ascética y mística; la verdadera espiritualidad, la única que conduce las almas a Dios, último fin y esencia de la vida sobrenatural. La doctrina ascética que con mayor suavidad y eficacia ayuda al alma para la consecución de su fin es, a mi parecer, el deseo de amar, doctrina la más perfecta, porque es la más evangélica.
En definitiva, todo se reduce a una doble sed: sed de Dios, sed de la criatura. En Dios, sed de ser amado; en la criatura, sed de amar. Por una parte, el Amor infinito, que tiene sed de darse; por otra parte, la nada miserable, que quiere ser colmada, poseída y transformada por el Amor. Esta doble sed resume las relaciones entre Dios y el alma humana, desde el despertar de la gracia en ella, hasta la cima de la santidad, hasta la fusión beatífica en la vida eterna. Todo se reduce a un sincero deseo de amar. ¡Bendita Santa Teresa del Niño Jesús, que nos ha enseñado esta verdad!
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