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Los dones del Espíritu Santo en Santa Teresa del Niño Jesús
Si vivimos del Espíritu, obremos por el Espíritu (Gal. 5, 25). Consideraremos, en este apartado, la influencia de los dones del Espíritu Santo en Santa Teresa del Niño Jesús.
En páginas anteriores insinué de paso que la renuncia perfecta no se opera sino mediante la acción del Espíritu Santo. Ahora quisiera precisar cómo lleva a cabo esa obra, y sobre todo, qué espera y qué exige del alma para realizarla. Se trata de la influencia efectiva de los dones del Espíritu Santo en el alma cristiana, tema sumamente importante, puesto que de su solución depende la santidad.
Santa Teresa dijo en cierta ocasión: «Quiero que Jesús se apodere de mis facultades de tal manera que mis acciones humanas y personales se transformen y divinicen, bajo la inspiración y dirección del Espíritu de Amor.» Esto debe desear toda alma que tiende sinceramente a la perfección, a la santidad. Esto es lo que condujo a Teresa a la santidad.
Y puesto que su deseo, como dice expresamente, es que las almas pequeñas nada tengan que envidiarle, veamos cómo toda alma de buena voluntad puede llegar a realizar este ideal de vida divina.
Recordemos algunos puntos de doctrina fundamentales.
1º Los dones del Espíritu Santo y las virtudes sobrenaturales se le confieren al alma en el Bautismo, juntamente con la gracia santificante. 2º Estos dones se confieren a las almas cristianas no para permanecer inactivas y estériles, como sucede con frecuencia, sino para producir en ellas el pleno desarrollo de la vida de la gracia. 3º Los dones difieren de las virtudes en que disponen al cristiano no a poner en juego sus propias fuerzas, sino a recibir directamente de Dios, del Espíritu Santo, el impulso que le mueva a obrar. Los dones suponen las virtudes sobrenaturales y las perfeccionan. Gracias a ellos, el cristiano llega a serlo plenamente; es decir, obra y vive bajo la influencia de la acción divina. 4º Síguese de ahí que los dones del Espíritu Santo y, por consiguiente, las gracias actuales especiales que los ponen en juego no son favores excepcionales o cosas extraordinarias que se conceden a algunas almas privilegiadas como la de Teresa del Niño Jesús, sino gracias ofrecidas y concedidas a toda alma cristiana de buena voluntad.
El Padre Petitot escribe: «Es evidente que Santa Teresa del Niño Jesús vivió la vida mística bajo la influencia del Espíritu Santo.» Y tiene razón. Añade el
mismo autor: «Tenemos necesidad de recurrir con más frecuencia a los dones del Espíritu Santo.» También en esto tiene razón. Pero no nos dice cómo se arregló Teresa para dejarse gobernar por esos dones; ni qué hemos de hacer nosotros para vivir bajo la influencia de la acción del Espíritu Santo.
Los autores espirituales en general no precisan bastante este punto. Están de acuerdo en que hay que dejarse gobernar por los dones, pero ¿qué debe hacer el alma para conseguirlo? La respuesta, de ordinario, es vaga, imprecisa, demasiado especulativa, demasiado envuelta en fórmulas teológicas o en términos místicos. Interroguemos a nuestra Santa, aprendamos de ella cómo se deja influenciar por los dones del Espíritu Santo. Añadiremos a sus enseñanzas algunos puntos que nos expliquen su verdadero sentido y su alcance en el terreno práctico.
1
Es éste uno de los aspectos en que Teresa prestó mayor servicio a la espiritualidad y a las almas de buena voluntad que desean vivir plenamente la vida espiritual. Teresa desconoce las fórmulas, las palabras rebuscadas. Todo en ella es sencillo, tanto que fácilmente llegamos a creer que su «caminito» es el camino sencillo de las virtudes y un método de pura ascética. ¿Qué ha de hacer, pues, el alma para entrar en esa región más elevada, en que, según expresión de Teresa, los actos humanos y personales se transforman y divinizan? Evidentemente, el alma no debe poner en juego su propia actividad, no debe agitarse ni obrar por sí misma; su actitud debe ser más bien pasiva, para dar lugar a la acción del Espíritu Santo. Esta postura es elemental; para dejarse conducir por otro es menester una actitud pasiva.
Nuestra tendencia natural, iba a decir nuestra manía, es querer obrar por nosotros mismos; imaginamos que sin esta actividad no hacemos nada en materia de perfección y de santidad; que el negocio de nuestra santificación depende ante todo y sobre todo de nuestra actividad personal. Y nuestro espíritu se detiene con fruición en ideas de propio engrandecimiento. Eso explica nuestra inquietud, nuestra agitación, nuestra actividad natural. Tan es así, que cuando se trata de invertir el orden de nuestras actividades y se nos exhorta a la sumisión, a la docilidad, al movimiento e influjo del Espíritu Santo, instintivamente tratamos de buscar nuevas actitudes para conseguirlo. Es evidente que vamos por camino errado.
Para dejar al Espíritu Santo la vía libre -pues de esto se trata- hemos de procurar permanecer internamente apaciguados, en una actitud de serenidad, de reposo y de paz. Entonces, y sólo entonces, podrá El realizar su obra.
Para nuestra Santa la solución está en dos palabras muy sencillas (a ellas se reduce su vida y su camino); dos palabras que ya conocemos, pero que a la luz del tema que nos ocupa adquieren nuevo significado, nuevo relieve e importancia. ¡Humildad y confianza! Ahí está todo. No busquemos otra explicación, ni la recarguemos con consideraciones superfluas; pero tratemos de profundizar con toda sencillez el nuevo sentido de esas dos palabras: ¡humildad y confianza!
¡Dos disposiciones pasivas!
Reconocimiento sereno, plenamente aceptado, de nuestra impotencia, de nuestra debilidad nativa, de nuestra incapacidad, de nuestra nulidad; aceptación sincera, libremente confesada en la presencia del Señor; primera disposición pasiva, y para decirlo en dos palabras, humildad sincera.
Entonces la mirada confiada del alma se vuelve hacia el Amor infinitamente Misericordioso de Dios, esperando que su acción Todopoderosa realizará en la nada de la criatura que a El se entrega su obra de santificación; confianza sin vacilación, segunda disposición pasiva.
Teresa supone, evidentemente, que las almas de buena voluntad, es decir, las que tienen un deseo sincero de amar a Dios y de agradarle en todo, tienen también esas dos disposiciones, humildad y confianza. Entonces el Espíritu Santo actuará en ellas, las guiará, las iluminará, las fortalecerá y las conducirá rápidamente con suavidad y firmeza al grado de santidad a que Dios las destina. Así dispuesta el alma, atenta al interior, hará sencillamente en cada momento lo que crea ser voluntad de Dios, olvidándose de si, dejando a un lado sus propios gustos y deseos. El Espíritu Santo obrará libremente en ella, y sus Dones actuarán cada vez con más perfección.
En este alma se hará realidad el deseo de Teresa: Jesús se apoderará de sus facultades de modo que sus actos humanos y personales se divinicen y transformen bajo la inspiración y dirección del Espíritu de Amor. ¡Dichosas las almas pequeñas que se dejan conducir por este Divino Espíritu! ¿Pequeñas?, notémoslo bien, porque para llegar a eso es preciso no querer indagar ni comprender el fin que se propone el Espíritu Santo, ni el camino por donde nos conduce, ni el resultado de su moción; en una palabra, se ha de entregar a ciegas. El negocio de la santificación ya no es cosa nuestra, sino de nuestro Divino conductor. ¿Por qué, pues, inquietarnos? ¡Fiémonos, confiemos en este Director Divino que todo lo sabe, que todo lo puede y que nos ama!
¡Humildad y confianza! Nada más sencillo y nada más sublime; la verdadera renuncia consiste en esto. Teresa lo ha comprendido y nos lo ha enseñado.
2
Para completar este capítulo daremos algunas explicaciones aclaratorias sobre este nuevo aspecto de la humildad y la confianza. Estas explicaciones son del Padre Libermann. Cuando preparaba yo la redacción de este capítulo vinieron a mis manos tres cartas de este gran Director Espiritual de almas; dos de ellas dirigidas a dos seminaristas; la tercera, a un Director de Seminario. En ellas me pareció ver un comentario directo del «Caminito» de Santa Teresa del Niño Jesús.
Se trata de dos seminaristas desalentados a la vista de sus faltas y miserias, y de un Director propenso a la inquietud y al temor. Humildad, confianza, abandono a la acción de Dios: este es el camino por donde el santo varón los conduce hacia el amor perfecto, hacia la santidad.
Escuchémosle: «Entregaos -dice a un seminarista- a una santa y amorosa confianza». Y a otro: «Procure usted, humilde y sencillamente, caminar por la vía de la confianza y de la amorosa entrega». Y al Director de Seminario: «Es preciso que en su oración acuda a Dios con gran confianza.» «Esta confianza humilde es importantísima».
El Venerable Padre habla con toda claridad del inmenso progreso que realiza un alma cuando, dejando a un lado el camino trabajoso de las virtudes en que el esfuerzo y labor personal ocupan el primer lugar, entra de lleno en el camino «fácil» y «rápido» de la humildad, la confianza y el abandono. «Hasta ahora -dice-, acostumbrado a trabajar por su cuenta, ha tenido en algo ese trabajo, y de ahí que al ver su debilidad se apoderase de usted el desaliento. Pero una vez entregado en las manos de Dios, se acostumbrará a ver esa su gran inutilidad e incapacidad, reconocerá que sólo Dios puede hacer en usted cosas grandes, y se arrojará a ciegas en sus brazos de Padre, teniendo, sin embargo, en cuenta su bajeza y su nada, cuya vista le llenará de gozo. Y es entonces cuando comenzará a hacer algún progreso».
¡Y es entonces cuando comenzará a hacer algún progreso! ¡Qué palabra tan sugestiva! Es el paso del camino en que el alma se arrastra con su propio esfuerzo a una vía en que vuela a impulsos de la acción del Espíritu Santo. «Dios hace en ella cosas grandes.» Bajo la influencia de los dones, la vida humana se diviniza. No quiere esto decir que desaparezcan las penas y las dificultades, pero en esta nueva fase el alma adelanta mucho con poco trabajo, mientras que en la anterior se cansaba mucho, y el resultado casi era nulo.
El Venerable Padre llama «almas imperfectas» a las que están aún en la primera etapa: «Su vida -dice-es una vida de penas y trabajos, sin que por eso lleguen a la verdadera abnegación de sí mismas y al verdadero conocimiento y amor de Dios». ¡Qué enseñanza tan luminosa! Sólo cuando nos dejamos llevar y conducir por el Espíritu Santo alcanzamos la verdadera renuncia, el verdadero conocimiento y amor de Dios. Para ello, ¡confianza y abandono! «Si el Señor le introduce en el camino fácil del abandono, si se entrega plenamente a El por la confianza y el amor, todas las penas, todas las dificultades le serán mil veces más llevaderas».
Así pues, las almas «perfectas» no son aquellas que están exentas de defectos, debilidades y miserias, sino las que se sirven de todo para entregarse con humildad y confianza a la acción y dirección del Espíritu Santo.
Entonces queda el camino expedito; el Espíritu Santo, con un toque delicado, pone en juego los sentidos sobrenaturales que El mismo ha impreso en el alma, y que llamamos los Dones. El la mueve; es El, en definitiva, quien la libera efectiva y eficazmente de su egoísmo, de su amor propio, de todos los defectos inherentes a nuestra vida humana y natural. Entonces, y sólo entonces, las virtudes fe, esperanza, caridad... dan pleno rendimiento. El alma vive lo divino; la vida de la gracia tiene su pleno desarrollo.
Paréceme que estas dos disposiciones: «humildad y confianza» señalan la línea divisoria entre la vida espiritual puramente ascética y el comienzo de la vida mística en que la acción divina tiene gran preponderancia sobre el acto humano. Humildad y confianza, pero en tal grado de profundidad que reduzcan el alma a un estado de anonadamiento delante de Dios. Si el alma resueltamente se olvida de sí y se entrega al Espíritu de Amor, entra en la vida divina, en el camino de la santidad. ¿En qué momento de la vida espiritual se verifica este cambio decisivo? No sería equivocado el pensar que muy pronto; quizás al comienzo de lo que se ha dado en llamar la vía iluminativa. El Venerable Padre Libermann, sin emplear un lenguaje técnico, me parece que es de esta opinión. Toda su dirección, desde el principio, está claramente orientada hacia la vida mística. Y en verdad ésta es la auténtica dirección; la única que responde a la realidad contenida en el tratado de la gracia.
Aprendamos del santo director el provecho que podemos sacar de nuestras faltas y caídas; veamos cómo todo eso puede servir para aumentar nuestra humildad y confianza. Quien lea la siguiente página no podrá menos de preguntarse si está escrita por él o por la Carmelita de Lisieux; tal es la identidad de su doctrina.
Se trata de un seminarista desalentado a la vista de sus faltas: «No se desaliente jamás a la vista de sus flaquezas. Cuando cometa una falta, entre suavemente dentro de sí, póngase en la presencia del Señor humillándose profundamente, pero sin forzar la imaginación. Abra de par en par su corazón para que El pueda ver las heridas de su alma, y manténgase ante El en esa postura de humildad profunda y reverente».
Esta es la humildad de Teresa, la verdadera, la que nos enseña el Evangelio.
Seguiremos citando al Venerable Padre Libermann. No parece sino que es Teresa quien nos habla y nos hace la descripción de su «caminito». «Pero es preciso que ese sentimiento de su bajeza vaya unido a un sentimiento de amor filial, a un gran deseo de agradar al Señor, y a una confianza plena en El, en Jesús..., que se compadecerá de su debilidad, de su miseria y de su pobreza. Hecho esto, permanezca en paz, pues su alma pertenece a Dios, y fomente más y más el deseo de agradarle.
«Una mirada a Jesús con el reconocimiento de nuestra miseria es la mejor reparación.» La página que acabamos de leer parece el comentario literal de esta frase tan sencilla y tan aleccionadora. Pero hay más: veamos un párrafo del santo varón que repite casi literalmente, amplificándola un poco, la expresión de Teresa del Niño Jesús. Un seminarista nuevo en el camino de la verdadera humildad y confianza se ve combatido de pensamientos de temor y desconfianza, que amenazan detenerle en la vida espiritual. «No razone usted contra esos pensamientos de desconfianza. No se trata de razonar, sino de entregarse. Con esos razonamientos no conseguirá nada. Cuando le asalten esas ideas, acuda prontamente al Señor y entréguese a El con humildad, confianza y amor, para que El le gobierne a su gusto». Confianza, humildad y amor para entregarse a la acción del Espíritu Santo. ¡Esto basta! El pondrá en movimiento los dones.
Escuchemos hasta el fin al Venerable Padre; su lenguaje es cada vez más celestial: «Haga todo esto con suavidad y paz, como en una mirada de amor.» Teresa nos dirá: «Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que tú crees. Se contenta con una mirada, con un suspiro de amor... En cuanto a mí, hallo la perfección muy fácil de practicar, porque he comprendido que no hay que hacer más que ganar a Jesús por el corazón». El pensamiento es idéntico, con una precisión implícitamente contenida en la palabra de Teresa: «Como en una mirada de amor.»
¡Humildad, confianza, amor! ¡ Qué ligadas están entre sí estas virtudes! En realidad, la confianza supone el amor. La humildad y la confianza son el camino para el amor: nos lo enseña el Evangelio. ¿Quién nos conducirá al Amor, quién despertará en nosotros el amor? No serán nuestros esfuerzos, ciertamente, sino el Amor, es decir, el Espíritu que es Amor.
Cuando decimos que el Amor ha de hacer su obra en nosotros no pretendemos designar, con esa palabra «amor», un concepto abstracto, ni una tendencia moral de nuestra voluntad. El Amor es un ser concreto, personal, real; es Dios. Es caridad, o, lo que es lo mismo, el Espíritu de Amor. Este amor omnipotente, presente en nosotros, quiere transformar y divinizar nuestra alma: El es (valga la palabra del Venerable Padre Libermann) el «alma de nuestra alma». ¿Qué pide de nosotros? ¡Humildad y confianza!, condición indispensable para vivir de amor. Digamos una última palabra muy alentadora del Venerable Padre Libermann: «La grandeza verdadera está en la vida de amor». «Bien sé que no se llega de un salto; se necesita tiempo y, sobre todo, fidelidad. Pero nada tema, amigo mío. Nuestro Señor le ha abierto la puerta; le ha hecho entrar en ese camino y le conducirá hasta el fin». Es El quien nos conduce, es decir, su Espíritu que mora en nosotros: los Dones del Espíritu Santo no tienen otra finalidad que hacernos sensibles, manejables y flexibles a la acción del Espíritu de amor. Y ¿dónde nos conducirá? Al Amor perfecto, hasta el punto de que -son palabras del siervo de Dios-: «No seamos nosotros quienes vivamos, sino el Señor quien viva y obre en nuestra alma con su dulzura, su paz, su fortaleza y su amor».
¡Humildad y confianza! ¡ Cuánto importa inculcar estas dos virtudes en la dirección de las almas! El privilegio de Teresa del Niño Jesús consistió en haber caminado por esa vía desde el principio. Pero su «caminito» está abierto a todas las almas que, como ella, desean amar a Dios. Toda alma ha recibido igual que ella los dones del Espíritu Santo y goza de su inhabitación divina; teniendo por guía a ese Espíritu de Amor, llegará como Teresa a la cima del Amor.
La puerta de este «caminito» abierta a toda alma de buena voluntad es la confianza humilde, la humildad confiada.
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