Lluvia de Rosas es y seguirá siendo gratuito para todo el mundo, y es por ello que necesitamos de su ayuda para seguir creciendo como instrumento de propagación de la fe católica a través de Internet:
Yo te glorifico, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos (Lc. 10, 21).
Hablemos ahora de la oración de Santa Teresa del Niño Jesús. Confieso que me ha costado decidirme a abordar este tema, aunque me atraía extraordinariamente. Pero me parecía un sueño imposible de realizar. Se suele decir, no sin fundamento, que Teresa no tuvo nunca un método de oración. Pero es ésta una aserción negativa, puramente eliminativa, y de ningún modo puede servir de tema a una reflexión de orden práctico.
Era preciso buscar el lado positivo, y el deseo de dar con él me hacía suavemente atrayente el estudio y la exposición de esta materia. Se necesitaban pruebas positivas, pero ahí estaba precisamente la dificultad. ¿Dónde encontrar esas pruebas positivas sobre la oración de Teresa, si nunca nos ha hablado de su oración? Es éste un rasgo característico en ella, que la diferencia de sus Hermanas en santidad y en mística: Santa Teresa de Ávila, su Santa Madre; Santa Catalina de Sena, Santa Margarita María, Santa María Magdalena de Pazis y nuestra contemporánea Sor Isabel de la Trinidad.
¡Cosa extraña! En la Historia de un alma, de un alma contemplativa y mística como lo fue la de Teresa, nada deja entrever lo más profundo de su vida, su oración.
Y naturalmente se me ocurre pensar: si Teresa no nos ha dicho una palabra de su oración, ¿no será temerario, quimérico quizá, tratar de este tema? ¿No nos expondremos a aventurar unas hipótesis, basadas solamente en la fantasía? Pero apenas formulada esta objeción, afloraba la respuesta, no menos espontánea y apremiante: ¿será posible que nos veamos obligados a no decir nada, a no saber nada de la oración de nuestra Santa?
Hagamos un esfuerzo -Dios nos invita a ello- para conocer a esta alma privilegiada. No es posible conocer a un alma profunda como la de Teresa sin saber algo de sus relaciones íntimas con Dios, de su trato con El en la oración. Entonces, ¿es admisible que su método de oración, elemento esencial en la vida espiritual, nos sea totalmente desconocido? ¿Y que, por lo tanto, no haya posibilidad de proponérselo a las almas pequeñas? ¿Será este punto una verdadera incógnita? Si es así, tratándose de un punto capital como es el de la oración, habríamos de deducir que su alma, su vida, su camino, nos son desconocidos e inaccesibles, y esto sí que es una hipótesis inaceptable, que rotundamente nos negamos a admitir.
Tratemos, pues, con la ayuda de la Santa, que nada desea tanto como instruirnos en esta materia, tratemos, digo, de adivinar el secreto de la oración de Santa Teresa de Lisieux. Pongámonos confiadamente bajo su dirección. Pero notemos, ante todo, que no hemos de esperar de ella un método. Esto sería remar contra corriente. A este propósito nos parece necesaria una observación preliminar. Teresa conduce a las almas desde el punto en que los métodos de oración no les son necesarios, y más bien serían una rémora para ellas. De ahí se deduce otra observación práctica: Teresa nos enseña con evidencia que, en un momento dado, hay que liberar a las almas de los métodos, y creemos, contrariamente a la opinión común, que este momento no tarda en llegar cuando se trata de un alma que se entrega con generosidad a la vida espiritual.
1
A los principios, la mayoría de las almas necesitan de un método. Digo la mayoría, pues algunas, más intuitivas -como la de Teresa-, nunca tuvieron necesidad de él. Otras, en mayor número, sí que lo necesitan, pero es evidente que sólo es un medio provisional. Las almas no llegan a la verdadera oración sino en la medida en que se liberan de ese andamiaje artificial. A la prudencia del Director toca discernir la oportunidad del momento en que será necesaria esa emancipación; más tarde o más temprano, según la necesidad de cada alma. Pero las almas pequeñas, rectas y sinceras, no tardarán, a juicio de Teresa, en sentir esa necesidad.
En general, nos apegamos fácilmente a nuestros medios humanos, a nuestros métodos, ya en la dirección de las almas, ya en nuestra propia vida de oración. Confundimos el medio con el fin, de tal modo que, en la práctica, no pocas almas confunden la oración con el método, y el abandonarlo les parece una infidelidad, aunque, por otra parte, les resulta penoso sujetarse a él.
Para hacer oración es preciso liberarse de todo lo que sea ficticio, y ponerse en la realidad. Nada menos sujeto a un método que la oración. Orar es someterse sinceramente a la acción de Dios, es decir, al Amor infinito; es entregarse a El, humilde y confiadamente. Y lo que falta a muchas almas es precisamente la confianza en Dios; inconscientemente se fían de sí mismas, de su propio trabajo y esfuerzo, de sus industrias y métodos; con ellos cuentan y, consecuentemente, les conceden excesiva importancia.
¡Es lamentable! Es olvidar que Dios, y sólo Dios, es el autor de la santidad, y que el trabajo del alma consiste en someterse sencillamente a la acción de Dios. Este punto es elemental, y, en teoría, todo el mundo lo sabe. ¡Pero cuán lejos estamos de vivirlo en la práctica!
La mejor manera de comenzar la oración es hacer un acto de fe, firme y ferviente, en el amor de Dios a la criatura miserable, y pedirle nos enseñe a corresponder a ese Amor. Esta es, dice el Cardenal Mercier, la única manera eficaz de ponerse en la presencia de Dios: Dios es Caridad.
Podemos, pues, afirmar que Teresa del Niño Jesús, que nunca usó de método en la oración, nos ha prestado un gran servicio, pues por el hecho mismo nos recuerda qué es la oración: intercambio de amor entre Dios, que es el Amor esencial, y el hombre, criado para amar, y que sólo de Dios puede recibir el amor que necesita; intercambio de amor entre la miseria de la criatura humana y la misericordia amorosa del Creador. Esa es la esencia de la oración; todo lo demás no son más que medios.
Un «medio» es, por consiguiente, lo que llamamos «Meditación»; es decir, el ejercicio del espíritu, de la inteligencia, de la razón... Este ejercicio que para muchos es lo esencial, el meollo de la oración, no es sino la antesala, el camino para entrar en ella. Y este medio necesario al principio, paso a paso ha de ir cediendo el terreno, y no ha de usarse sino en la medida necesaria para mover el corazón y despertar el amor.
¡Es increíble hasta qué punto complicamos el trabajo de la inteligencia en nuestra oración! Razonamientos, sutilezas, divisiones y subdivisiones sin fin del tema hasta agotar su contenido racional, sin más provecho que un agotamiento cerebral. Sacamos, eso sí, una conclusión lógica, muy lógica, que bautizamos con el nombre de propósito; resolución magníficamente racional, pero que en la práctica resultará perfectamente estéril y no tardaremos en olvidarla. La hemos hecho al margen de la realidad, de la verdad; es fruto de un trabajo humano.
Permítaseme hacer una indicación sobre los libros de meditación. Estamos como inundados por este género de literatura, que se va multiplicando; hay un verdadero pugilato de consideraciones largas y complicadas. Y, a mi parecer, los libros de meditación son, bajo cierto punto, un obstáculo a la oración. Es muy de temer que esos temas interminables torturen la mayoría de las inteligencias, llenando el alma de pensamientos y de ideas, que por no ser propias, nada tienen de común con ellas, con su estado actual, con sus atractivos, con sus necesidades; y pueden ser un tropiezo a la acción de la gracia, al trabajo del Espíritu Santo. Y ¿qué sucede?; que la meditación, a la que impropiamente llamamos oración, se convierte en algo ficticio, impersonal, falto de profundidad y de naturalidad. De ahí que se convierte en un trabajo fastidioso, y que las almas, lejos de sentir hambre y sed de este ejercicio, se hastían de él y lo abandonan, o al menos lo hacen como forzadas y por cumplimiento. Y hecho así, rutinariamente, no da ningún resultado práctico. ¡ Qué bien dijo Santa Teresa!: « La oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho.» Su hija, Santa Teresa del Niño Jesús, nos dice eso mismo a su modo, no con palabras expresas, sino con su ejemplo, haciendo su oración con el corazón, es decir, amando.
Notemos, pues, que la primera enseñanza de Teresa es ésta: la oración es una cosa sumamente sencilla. ¡Qué lección tan provechosa! Agradezcámosle que nos la haya dado con su silencio, y procuremos simplificar la nuestra, en lugar de complicarla. Una palabra de Teresa servirá para esclarecer más este punto: «No encuentro en los libros nada que me satisfaga». «El Evangelio me basta.» Esta sencilla palabra es luminosísima; iba a decir divina.
Jesucristo se hizo hombre y vino al mundo para enseñarnos todo lo necesario en orden a la perfección, a la santidad. Y esta su enseñanza no fue razonada ni filosófica, sino sencilla, expuesta con palabras y lecciones llenas de luz y de vida, corroboradas por sus acciones, sus ejemplos, su vida toda. Esto es lo que encontramos en el Evangelio, el libro de Meditación por excelencia. Cuatro volúmenes escritos por Dios mismo, que nos muestran cuál es la perfección, practicada por un Dios, por nuestro Dios hecho hombre.
¿No sería razonable que todos los cristianos, especialmente las almas cristianas ávidas de perfección, dijesen, como Teresa del Niño Jesús: « El Evangelio me basta»? Tanto más cuanto que muchos podrían decir como ella: «No encuentro en los libros nada que me satisfaga.» Lástima que con tanta frecuencia nos apartemos de la verdad, siempre luminosa y sencilla, para entrar en un camino falso, artificial, complicado y fastidioso!
2
Hemos llegado al nudo de la cuestión. Nos va a ser relativamente fácil imaginar cuál fue la oración de nuestra Santa Carmelita. Abría el Evangelio; leía algunos versículos, no muchos; el Evangelio no es un libro que se pueda asimilar a grandes dosis. Entonces, despertando su fe ingenua y sencilla en el amor de Dios, adoraba humildemente a este Amor infinito; pedía la gracia de comprenderle mejor a través de Jesucristo y se ofrecía a El para que realizase en ella su obra y le enseñase a corresponder a sus designios.
En esa actitud de fe, de humildad, de adoración y de deseo miraba a Jesucristo y le escuchaba. En esa sencilla mirada su alma se empapaba en la contemplación de Jesucristo, de sus obras, de sus palabras. No buscaba más que el amor, y lo percibía profundizando la letra Evangélica hasta dar con el espíritu que la vivifica. Suavemente, sin prisa, sin agitación, su alma recibía nuevas luces; Dios se manifestaba más y más a ella, como un Padre infinitamente amante. Crecía en su corazón el deseo de amarle, y aprendía de Jesús, su modelo divino, la ciencia maravillosa de la caridad.
Así, sin cálculo, sin artificio, con la mayor naturalidad, formaba sus resoluciones si Dios se las sugería. Pero no se empeñaba en terminar su oración con lo que los libros denominan el propósito del día. Se renovaba y se reafirmaba, eso sí, en la firme resolución de hacerlo todo para agradar a Dios.
Salía de la oración no con la cabeza cansada, sino con el corazón dilatado; no con muchas hermosas ideas, sino más deseosa de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse para demostrar con estas naderías, como ella decía, la sinceridad de su amor. Las ideas, por muy hermosas que fuesen, pronto las hubiese olvidado. Pero el deseo de amar se posesionaba cada vez más de su corazón, y se hacía efectivo a lo largo de las acciones del día. Esa era la oración de Teresa. Bien podía decir que le bastaba el Evangelio. ¡ Qué triste sería que a nosotros no nos bastase este libro divino!
Aquí ocurre preguntar: ¿por qué muchas almas no encuentran en el Evangelio el alimento que necesitan? ¿Por qué no les basta la lectura de este libro? Quizá porque acuden a él con cierta curiosidad intelectual, deseando nutrir su espíritu de ideas y pensamientos nuevos; buscan en el Evangelio lo accidental, y dejan a un lado lo sustancial.
El Evangelio es el libro del Amor. No se ha de buscar en El más que amor. Quien se acerque al Evangelio con ese espíritu quedará iluminado.
No creo que Teresa haya leído muchos comentarios del Evangelio. Sucede con estos comentarios lo que con los libros de meditación; es preciso desembarazarse de las dificultades y puntos oscuros que en ellos se encuentran, para dar con la savia vivificadora. Y de hecho no son los comentaristas quienes nos ayudan a esclarecer el sentido del libro sagrado. El único verdadero comentarista del Evangelio es el Espíritu Santo, que ilumina a cada alma. Nos dijo nuestro Señor: Cuando venga el Espíritu Consolador... os recordará todo lo que Yo os he dicho (Jn. 16, 13; 14, 26). Se pueden entender también en este sentido estas palabras de la «Imitación»: «La Sagrada Escritura debe ser leída con el mismo espíritu con que fue escrita». El Espíritu Santo es el autor del Evangelio; luego sólo El puede ayudarnos a comprenderlo.
¿Era contemplativa la oración de Teresa? Sí, ciertamente. Contemplación tan sencilla que está a nuestro alcance, y que todos debemos desear, puesto que, como Teresa, hemos recibido los dones del Espíritu Santo que son la fuente de la contemplación. Don de Entendimiento, Don de Sabiduría y, sobre todo, Don de Piedad.
Es de lamentar, dicho sea de paso, que los autores espirituales, al hablar de la contemplación, apenas mencionan el Don de Piedad. En él y por él reciben las almas la gracia propiamente mística, que es ante todo un toque de amor recibido en la voluntad, si bien es, al mismo tiempo, una gracia de luz, la cual reside en la inteligencia. La oración, la contemplación de Teresa, fue ante todo y sobre todo una oración de amor.
Lo dicho bastará para que comprendamos y gustemos lo que Teresa pensaba de las distracciones y sequedades en la oración. De la suya apenas nos revela otra cosa que esas distracciones y somnolencias. Es frecuente creer que las distracciones son la ruina de la oración, y nos lamentamos de ellas porque hacemos de la oración un ejercicio principalmente intelectual. No opinaba así Teresa del Niño Jesús, como tampoco su madre, Teresa de Jesús.
Escuchemos sus confidencias, ingenuas, sí, pero llenas de sabiduría. «Debería atribuir mi sequedad a mi falta de fervor y de fidelidad. Debería entristecerme al ver que con frecuencia me duermo durante mi oración y acción de gracias. Pues bien, no me desconsuelo. Pienso que los niños agradan a sus padres tanto si están dormidos como despiertos; pienso que el Señor ve nuestra fragilidad y tiene en cuenta que no somos más que polvo» (Ps. 102, 14). «En mis relaciones con Jesús, nada; ¡sequedad, sueño! Puesto que mi Amado parece dormir, no se lo impediré. Me siento demasiado dichosa de ver que no me trata como a una extraña; que no se molesta por mí. Pues ciertamente no es El quien sostiene la conversación».
Estas palabras no tendrían sentido si la oración fuese solamente un ejercicio de la mente. Es, ante todo, un ejercicio de la voluntad, del corazón; consiste en la unión afectiva con Dios por amor. Y así, las distracciones y demás miserias naturales se convierten en nuevo motivo de humildad, de confianza y de amor filial.
Para terminar, quiero citar unas palabras del Padre Petitot sobre la oración de Santa Teresa del Niño Jesús: «Quien no ora (virtualmente) todo el día nunca tendrá oración.» Estas palabras podrán parecer paradójicas y exageradas, pero son profundamente exactas. El alma que durante el día no conserva el recogimiento podrá quizá en un momento dado hacer lo que se llama «meditación», es decir, un ejercicio de la mente durante el cual podrá ordenar unas cuantas ideas y reflexiones de orden sobrenatural, pero no es una oración propiamente dicha. Sirva esta indicación para animarnos a entrar en el camino de la oración recorrido por nuestra Santa.
Sin un recogimiento habitual, ni se comprende ni es accesible esta oración sencilla que se alimenta del Evangelio.
Pero conviene precisar un poco en qué consistió el recogimiento habitual de Teresa. Se dice ordinariamente que el recogimiento es una preparación, una condición para la oración. Ahora bien, ¿qué entienden muchas almas por recogimiento? ¿Un esfuerzo del espíritu? ¿Una renovación más o menos frecuente de la presencia de Dios? Podrá ser meritorio este trabajo del espíritu, esta tensión del pensamiento. Pero tal esfuerzo, del que fácilmente se cansan las almas, será poco provechoso. No era de este género el recogimiento de Teresa, como no lo es el auténtico recogimiento, que radica no en el espíritu, sino en el corazón; no en el pensamiento, sino en el amor. Así entendido, el recogimiento habitual y la oración no son dos cosas distintas, la primera de las cuales sea condición para la segunda; sino que son una sola y misma cosa, ininterrumpida, continua, pues las dos constituyen la vida misma de nuestra alma que se alimenta de amor.
Esto explica la sencillez y naturalidad con que Teresa del Niño Jesús hacía su oración. El trato con Dios era su vida; su oración y su deseo de dar gusto al Señor eran frutos de una misma raíz: el Amor. Por eso no necesitaba método: «Ama y haz lo que quieras.»
Escribir Comentario
Por favor, mantenga el tópico de los mensajes en relevancia con el tema del artículo.
No utilice los comentarios para promociones y/o publicidad, ese tipo de mensajes serán removidos.
Solo Ingrese nombres, NO INCLUYA APELLIDOS, ni ningun otro tipo de dato personal dentro de los comentarios, NO UTILICE lenguaje inapropiado, evitelo ya que de ser así, el comentario ingresado será quitado.