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¡Qué bien se cumple en Santa Teresa del Niño Jesús esta palabra de Santiago! La paciencia fue un factor importantísimo en su perfección. Su humildad, su confianza y su amor se perfeccionaron en la paciencia.
En este punto, Teresa se amoldó perfectamente al plan de Dios. Es evidente que en el mundo actual, degenerado por el pecado, los castigos que son secuela del mismo tienen la misión no sólo de regenerar y salvar al hombre, sino de contribuir a su máximo perfeccionamiento.
Esto es indudable. Dios ha escogido este mundo, en el orden providencial actual, para que el hombre se santifique a pesar de su miseria, y para ello la paciencia es un medio esencial.
Siendo el sufrimiento consecuencia del pecado (inevitable, por lo tanto, en la vida humana), la clave, el secreto de la perfección consistirá en convertir el tal sufrimiento en medio de unión con Dios; es decir, en motivación de amor. Esta es la misión de la paciencia en el trabajo de la perfección y de la santidad.
Teresa del Niño Jesús lo comprendió y lo vivió maravillosamente. La paciencia es, a sus ojos, el mejor acto de amor; el amor en su forma más frecuente y más auténtica.
Veamos qué piensa Teresa de esta virtud. Fácil nos será después comprender las características de su paciencia.
1
Ante todo -y esto es esencial para comprender la paciencia de Teresa-, veamos cómo en cada sufrimiento se acrecienta su fe en el Amor Paternal de Dios. Su fe en ese Amor es tan firme y tan sencilla que aun las pruebas más duras y penosas a la naturaleza las considera como una forma, como una expresión del Amor. Todo sufrimiento es, según la concepción que de él tiene Teresa, un mensajero del Amor de Dios, porque es manifestación de la voluntad divina, es decir, del Amor. Consecuente con esta idea, Teresa descubre, bajo la áspera corteza de la cruz, la realidad divina del Amor, y a El dirige su primera mirada, penetrante, profunda y clarividente.
Teóloga por intuición, la Santa no razona; cree. Su mirada es la fe, iluminada por la caridad. Iluminando los ojos de vuestro corazón (Ef. 1, 18). ¡Y qué certera es esa mirada! Escuchémosla: «¿Cómo es posible que Dios, amándonos infinitamente, se goce en hacernos sufrir?» Y añade sin vacilar: «No; Dios no puede gozarse en nuestro dolor, pero éste nos es necesario. Lo permite, pues, como a pesar suyo.» En esta frase sencilla y sublime nos da a entender con precisión el sentido providencial del sufrimiento en la mente divina.
Teresa ha comprendido, como San Juan, que Dios es Amor, sólo Amor. Dios es caridad (1 Jn. 4, 8, 16). No quiere Dios el sufrimiento por sí mismo. De hecho lo permite, muy a pesar suyo. Los teólogos, con una frialdad que contrasta con el lenguaje intuitivo de Teresa, decimos que lo quiere con voluntad consecuente e hipotética. El pecado ha creado la necesidad del dolor. Dios lo quiere, pues, pero sólo por amor, como medio necesario para que el hombre recupere la caridad y, con ella, la felicidad perdida. ¡ Qué bien lo ha comprendido nuestra Santa! El sufrimiento es un remedio, amargo, sí, pero insustituible, dado el egoísmo humano, para recuperar la salud y la felicidad del alma.
Sigamos escuchando a nuestra pequeña teóloga: «A El le cuesta abrevamos de tristezas, pero sabe que es el único medio de prepararnos a 'conocerle' como El se conoce, a convertirnos en dioses nosotras mismas». Explicación perfecta del porqué del mundo actual, solución del problema del mal; Dios ha previsto el pecado; lo ha permitido para que más claramente se manifieste su amor. El dolor, consecuencia del pecado, se abatió primero sobre el Hijo de Dios; después, sobre nosotros, y de esta forma El nos demostró su misericordioso amor, y el hombre le glorifica más perfectamente. El sufrimiento, pues, está como impregnado, sumergido en el Amor.
Una palabra más de Teresa que resume las precedentes: «La vida, el tiempo, no es más que un sueño. Dios nos ve ya en la eternidad. ¡Cuánto bien me hace esta idea! A su luz comprendo el porqué del dolor». Teresa piensa como Dios, piensa a lo divino. Y ¿acaso se nos ha dado la fe para otra cosa? Pensando a lo divino, Teresa acepta el sufrimiento a lo divino, como verdadera hija de Dios. Su delicadeza lilial, que tan bien comprende el corazón de Dios, le sugiere fórmulas exquisitas. Vaya una como muestra: «A Dios, que tanto nos ama, le cuesta mucho dejarnos en la tierra durante este tiempo de prueba; lejos, pues, de nosotras el repetirle constantemente que no estamos a gusto; aparentemos no darnos cuenta de ello».
Estas perspectivas que la luz de la fe proyecta sobre el dolor conducen suave y eficazmente a la paciencia, tal como la entendía y practicaba nuestra Santa. La paciencia por amor es el ejercicio del amor filial.
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En efecto, su deseo de agradar en todo a Dios, y su resolución de no desperdiciar la más pequeña ocasión de sacrificarse, provocaban en esta alma recta una reacción sencilla y sobrenatural al encuentro de la cruz. La respuesta de su alma no podía ser otra que la aceptación espontánea, sumisa y amorosamente alegre.
¡Sumisión! ¡Alegría! Dos aspectos de la paciencia de la Santa que piden algún comentario. Fijémonos ante todo en una comparación de nuestra Carmelita:
a) Durante su última enfermedad habían dejado a su alcance un vaso que contenía un medicamento de color rojo, transparente y agradable a la vista: «¿Ven este vaso? -dijo-; cualquiera diría que contiene un licor delicioso. En realidad, nada más amargo. Es la imagen de mi vida. A los ojos de los demás ha revestido siempre los más rientes colores; les ha parecido que yo bebía un licor exquisito, mas era amargura».
¿Cómo explicar este enigma? Trataremos de hacerlo; nada más interesante.
En realidad, la paciencia de Teresa se ejercitó de ordinario en mil pequeñeces, semejantes a las que cada día encontramos en nuestro camino. Sufrimientos pequeños, ocultos, penosos, para su naturaleza sensible, dificultades de esas que también a nosotros nos hieren y molestan, pero que por falta de fe, de esa fe despierta y amorosa, nos abaten, nos llenan de melancolía, y quizás, a pesar nuestro, nos hacen sombríos, mustios, fastidiosos a nosotros mismos y a los demás.
Constantemente se nos ofrecen, como a Teresa, ocasiones de ejercitar la paciencia, pero las dejamos escapar. ¿Por qué? Por falta de fe en el Amor, y por falta de vigilancia sobre nuestra conducta. En los momentos de dolor, en lugar de levantar los ojos y el corazón a Dios, que lo permite en su amorosa Providencia, en lugar de unirnos a El por el sacrificio inmediato y espontáneo de nuestra voluntad en aras de la voluntad divina, nos replegamos egoístamente sobre nosotros mismos. ¡Qué pérdida tan incalculable!
En frase de San Gregorio, la paciencia es «raíz y custodia de todas las virtudes». La vida de Teresa, su santidad, sus virtudes, son la confirmación de esta máxima.
Digamos, para terminar, unas palabras sobre los sufrimientos que fueron materia de la paciencia de nuestra Santa. Las inclemencias del tiempo. El frío. «Lo he sufrido hasta morir», dirá al final de su vida. Nadie lo hubiera sospechado, pues lo disimuló también hasta el fin.
En el trato con su Priora, con sus Hermanas, hubo de sufrir no pocos roces e incomprensiones. Su caridad, siempre amable, se perfeccionó por la paciencia: «Raíz y custodia.»
Nuestras imperfecciones, faltas y defectos, esas mil cosas que no pocas veces nos abaten y aun nos irritan, son fuente perenne de pequeños sufrimientos. ¿Remedio? Ante todo y sobre todo, paciencia. « ¡Qué feliz soy -decía Teresa- de yerme imperfecta y tan necesitada de la misericordia de Dios! ». La paciencia es también en esta ocasión raíz y custodia de la humildad.
La Santa Carmelita conoció asimismo las dificultades y penas interiores, sequedades, oscuridades, tentaciones. La aridez fue desde el Noviciado hasta sus últimos días la atmósfera habitual de su alma. Su fe en el Amor la ayudó a sufrirlo y aceptarlo todo. Igualmente, Teresa acogió siempre con sumisión y aun con la sonrisa en los labios todas las pruebas grandes y pequeñas de su vida; penas de familia, enfermedad de su padre, su propia enfermedad.
b) Aceptación gozosa del sufrimiento. La alegría en el dolor fue el sello distintivo de la paciencia de Teresa.
Confieso que aun en este aspecto (gozo en el sufrimiento) Santa Teresa de Lisieux me ha descubierto algo nuevo. Ella misma ha querido disipar los equívocos que pudieron impedir la perfecta comprensión de ese matiz. Al principio me desconcertaron unas palabras suyas: «Suframos, si es preciso, sin valor. Jesús sufrió con tristeza. ¿Acaso es posible sufrir cuando desaparece la tristeza? Quisiéramos sufrir generosamente, valientemente. ¡Qué ilusión!». En general, cuando se nos habla de paciencia, se nos exhorta a sufrir con ánimo generoso. «¡Qué ilusión!», exclama la Santa; sepamos sufrir sin ánimo, débilmente, con tristeza.
Aquí está el equívoco que nos impide la perfecta comprensión del gozo en el dolor. No comprendemos de qué alegría se trata; imaginamos una alegría sentida, sabrosa, que, evidentemente, es incompatible con la tristeza. Por instinto soñamos con un modo de sufrir que nos halague, ensalzándonos a nuestros propios ojos. Queremos sufrir con gran fortaleza, ánimo y generosidad. Esa es la idea que nos hacemos de la alegría en el sufrimiento. Nada más equivocado. Para sufrir es preciso sentir la tristeza y la amargura, el desaliento y la propia impotencia. En la aceptación de todos esos sentimientos se ejercita la virtud de la paciencia.
Lo que importa es superar la amargura y todas las consecuencias naturales del sufrimiento, y una vez conseguida esta superación, buscar el descanso y la alegría. ¿En qué? En el deseo de agradar a Dios solo, sin mezcla de contento humano y personal. Tal fue la alegría de Teresa. Escuchemos una vez más sus palabras luminosas: «Si deseáis sentir el atractivo del sufrimiento, la alegría en el dolor, no busquéis sino vuestro propio consuelo, pues cuando se ama una cosa la pena desaparece». Y en otra parte: «Sólo una cosa me alegra: sufrir por Jesús, y esta alegría no sentida supera todo gozo». «Alegría no sentida». No se trata, pues, de sentir la alegría en si misma considerada, sino de apoyarnos firmemente en la convicción de que, aceptando el sufrimiento, agradamos a Dios nuestro Padre; ése ha de ser nuestro descanso y nuestro gozo. ¡Gozo no sentido, gozo espiritual, divino!
No creo equivocarme al pensar que la Santa ha querido animar a las almas pequeñas, hablándoles de esta alegría accesible a todas. ¿Cómo alcanzarla? Viendo, al igual que ella, en el dolor, una expresión del Amor de Dios. Haciendo de la paciencia un ejercicio de amor filial. Entonces, el Espíritu Santo que mora en nuestra alma hará en ella su obra, como la hizo en el alma de Teresa, y junto a la tristeza, compañera inseparable del dolor, florecerá el gozo, ese gozo de que nos habla San Pablo y que es, como la caridad, fruto del Espíritu Santo: «Los frutos del espíritu son caridad, gozo... » (Gal. 5, 22). Entonces la sonrisa aflorará fácilmente a nuestros labios, reflejando la alegría de nuestra alma.
«Me esforzaba -dice Teresa- en sonreír ante el sufrimiento, para que el Señor, al ver la expresión de mi rostro, no sospechara mi sufrimiento». Expresión llena de ingenuidad, si se quiere, pero reveladora de una altísima sabiduría. ¡Es un alma que ha sabido comprender a Dios! Ahí está todo.
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