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«Oh Dios mío, Trinidad Beatísima... Me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro Amor Misericordioso».
Nada mejor para terminar estas páginas que comentar la ofrenda de Teresa al Amor Misericordioso.
Este acto me parece admirable; admirable en su sencillez, sinceridad y plenitud. En él está compendiado el camino de Teresa; su deseo de amar, humilde y confiado, sostenido por su fe en el Amor Misericordioso.
Unas palabras aclaratorias. Teresa se ofrece, no a la Majestad Divina, sino al Amor; no como víctima a la Justicia Divina, sino a su Amor Misericordioso.
1
Expliquemos estos dos conceptos: Amor Misericordioso.
En concreto, ¿qué significa este acto? Es sencillamente la expresión más adecuada, la palabra más indicada para manifestar el deseo de amar a Dios y agradarle en todo. Cuando este deseo despierta en un alma y ésta se deja invadir por él, se siente impotente para amar. Y se resuelve a aprovechar todas las ocasiones u oportunidades de sacrificarse para agradar a Dios; toda su vida se orienta en este sentido. Y no pudiendo satisfacer cumplidamente sus inmensos deseos, acaba por ofrecerse. Y ¿a quién se ofrece? ¿A la santidad para reparar? No. ¿A la justicia para satisfacer? Tampoco. Al Amor para que se vuelque en ella.
¡Qué bien comprendió el corazón de Dios! Dios es Amor, dice San Juan. Tiene sed de ser amado y experimenta la necesidad de comunicarse y de ser correspondido. Y la criatura reconociendo su nada, exclama: «¡Oh Amor, haced en milo que os plazca, venid a mí, para que Vos mismo os améis en mí con vuestro Amor infinito!»
Esto es lo que hizo Teresa. Viéndose pobre e impotente para amar, no ofreció a Dios su amor. Le ofreció su indigencia para que sobre ella volcara El su amor. Sabía que el deseo Divino de comunicarse a nosotros es infinitamente mayor que nuestro deseo de recibirle. «El Bien tiende a comunicarse».
Así pues, sencillamente, para demostrar a Dios que le comprende, y para complacerle, le muestra el vacío de su pobre corazón creado, y le abre de par en par las puertas de su alma presentándosela como vaso vacío para que El lo llene; en una palabra, se ofreció al Amor.
Teresa sintió profundamente la palabra de San Pablo: «La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom. 5, 5).
Esta ofrenda es en realidad una petición; la más desinteresada, la más pura, la más sobrenatural que darse puede. Al ofrecerse, Teresa pide a Dios quiera complacerse a Sí mismo, satisfaciendo en ella su sed infinita de ser amado. Este acto de ofrenda parece la realización concreta y viviente de la descripción que hace San Pablo cuando habla de esas oraciones y gemidos inenarrables con que el Espíritu Santo dama en las almas fieles a sus mociones: el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables (Rom. 8, 26). Esos gemidos sin fórmulas, indecibles, no son sino el deseo profundo de amar que sólo puede traducirse en ofrenda al Amor poniéndose a su disposición para que ese Amor Infinito haga en ella cuanto El quiera, en actitud de sumisión perfecta a su divino querer en todo.
Teresa comprendió que ahí está la esencia de la oración que siempre encuentra eco en el Corazón de Dios: Aquel que penetra a fondo los corazones, conoce bien qué es lo que desea el Espíritu; el cual no pide cosa alguna para los santos, que no sea según Dios (Rom. 8, 27). En esta sencilla ofrenda, exenta de fórmulas y de peticiones, se pide más que en cualquiera otra oración concreta; se pide, «al modo divino», porque intercede por los santos según Dios. Y al ofrecerse, Teresa deja a Dios, en cierto modo, el camino expedito, para que su Amor Infinito pueda, en cuanto cabe, satisfacer en ella su ansia incontenible de ser amado.
En verdad que nuestra Santa comprendió a Dios mejor que muchos teólogos que creen conocerle. Le comprendió por intuición, con humildad, sencillez y candor. Y reconoció que aquel su deseo de amar provoca, en cierta manera al Amor Infinito, al mismo Dios para que colme su deseo de ser amado hasta el fin, si es que se puede hablar de límite en este deseo divino. Su acto de ofrenda no tiene otra explicación.
Pero hay más todavía. Una idea que proyecta nueva luz sobre las muchas que ya hemos recibido.
2
¿Qué es lo que se interpone con frecuencia entre las almas y el acto de amor puro? Esta vulgar objeción: «Esto es demasiado hermoso para mí; no he llegado al nivel necesario para vivir de amor, no soy digna». Teresa ha previsto esta dificultad. Siempre deseosa de animar a las almas pequeñas, añade en su ofrenda al Amor una palabra importante y decisiva; la palabra «Misericordioso». Esto es ¡infinitamente alentador y evangélico!
Sin peligro de ilusión, hemos de ver en nuestras miserias e imperfecciones, no una razón en contra, sino un motivo para entregarnos al Amor, puesto que es «Misericordioso». Se comprende que nos juzguemos indignos de ofrecernos como víctimas a la Justicia Divina. Pero aquí se trata de ofrecerse al Amor. Se le ofrece la miseria, que es el objeto propio de la Misericordia, y cuanto más abunda esta miseria, mayor es la aptitud del sujeto para la manifestación de la Misericordia Infinita.
Podemos, pues, ofrecer osadamente nuestras miserias a la Misericordia que necesita de ellas para tener en qué ejercerse, y mejor manifestarse. Una vez más hemos de reconocer que Teresa ha comprendido a Dios. Sus designios al crear el mundo actual (incluido el pecado y sus consecuencias) no han sido otros que manifestar y glorificar su Amor, en cuanto es infinitamente Misericordioso.
Nuestro orgullo se resiste a creerlo prácticamente. Ofrecer a Dios nuestras miserias es glorificarle, es complacerle, es ofrecerle una ocasión de manifestar el atributo de la Misericordia que tanto le glorifica. Ofrecer a Dios las propias miserias es sentirse liberado y curado de ellas, no por nuestro mérito, sino por el Amor de Dios que gusta de manifestarse tal cual es; es decir, Misericordioso.
Al llegar a este punto se nos ofrece una consideración. Este es ordinariamente el único medio de liberarnos de nuestras tenaces y múltiples miserias. Preciso es confesarlo; existen cantidad de imperfecciones obstinadas, sutiles, casi imperceptibles, que a pesar de nuestros esfuerzos, de nuestro trabajo y de nuestros sinceros propósitos no llegaremos a corregir, cuanto menos a extirpar; restos de egoísmo, de amor propio disfrazado, de vanidad, aficioncillas más o menos conscientes. No queda más camino que confiar en la Misericordia de Dios y esperarlo todo de su Amor Infinito y siempre Misericordioso. Es nuestro último recurso que siempre resulta infalible. La ofrenda al Amor Misericordioso es, pues, el remedio supremo de nuestras miserias.
La miseria se fía de la Misericordia. ¿De qué medio se valdrá el Amor Misericordioso para liberarnos de ella? ¿Pruebas? ¿Penas interiores o exteriores? No nos preocupemos; fiémonos del Amor Misericordioso. Si El quiere realizar su obra por medio del sufrimiento, ¡bendito sea! Pero no es a la Justicia, sino a la Misericordia a quien nos ofrecemos. Y posiblemente Dios no espera sino este acto, esta ofrenda para llevar por los caminos del Amor, muy alto y muy lejos, a muchas almas temerosas que se sienten incapaces o indignas de caminar por esa senda, a causa de sus miserias.
Creo que esta palabra, «Misericordioso», debe meditarse despacio pidiendo al Espíritu Santo ilumine nuestra alma. En esa palabra, en efecto, está toda la fuerza y el sentido de esta ofrenda. Así lo entendió Teresa: «Sabed que para ser víctima de Amor, cuanto más débil y miserable es un alma, tanto más apta es
para las operaciones de este amor que consume y transforma. El solo deseo de ser víctima basta, pero el alma ha de consentir en permanecer siempre pobre y débil, y esto es lo difícil». Quien se ofrece con humildad (condición indispensable) al Amor Misericordioso, será elevado por ese Amor Omnipotente, que se deja cautivar por la miseria del alma humilde que en El pone su confianza.
El rasgo genial de Teresa ha sido inspirar a las almas pequeñas la audacia, la osadía, el deseo de amar a pesar de la propia miseria; más aún, sacando de la misma un derecho al Amor Misericordioso. ¿No es ésta la misma entraña del Evangelio? ¿No vino Cristo para que los pequeños, los miserables, los humildes se sintieran invitados al amor?
La mejor manera de responder a esta invitación es que el alma, consciente de su nada, se ofrezca al Amor Misericordioso, con la seguridad de que, por pura Misericordia, volcará en ella las oleadas de su Amor. Este sentimiento fue el que inspiró a Teresa la idea audaz, atrevida, de ofrecerse como víctima al Amor Misericordioso. ¡Comprendió el Evangelio porque creyó!
Volvamos ahora al Carmelo de Lisieux, en la fiesta de la Santísima Trinidad, 9 de junio de 1895. Representémonos a Teresa del Niño Jesús en el momento de realizar su ofrenda como víctima de holocausto al Amor Misericordioso. Nos parece ver su alma inundada de paz. Paz que es fruto de su humildad, de su serena Fe en el Amor Misericordioso, de su confianza inquebrantable, de su inmenso deseo de amar.
Procuremos como ella obtener esta paz. Creamos en el Amor de Dios. Confianza. Humildad. Deseo de amar. Es el «Caminito» de nuestra Santa. Y una vez más: es la esencia del Evangelio.
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