Sentir Con La Iglesia

(La misión desde dentro, desde el alma, desde la oración)

 

Santa Teresa de Ávila nos deja como testamento la herencia del amor a la Iglesia, a la que ama y en la que desea morir. Teresa de Lisieux vive en profundidad este amor. Tomando la imagen de san Pablo, contempla a la Iglesia como ese cuerpo místico, con diversos y distintos miembros, pero que participan todos de una misma vida, que es Cristo. Todos debemos ser canales para que a todas las partes de ese cuerpo llegue la savia de la sanación y la salvación. 

 

Todos podemos ir prendiendo en el mundo pequeñas lámparas con la luz que arde en nuestras vidas. La madre Inés de Jesús —su hermana Paulina— nos cuenta esta confidencia: “Sor María de la Eucaristía quería encender los cirios para una procesión. Mas no disponiendo de cerillas, se acercó a la lamparilla que ardía ante las reliquias. La encontró medio apagada, con un débil resplandor sobre la mecha carbonizada. Logró, con todo, encender su vela y con ella pudo dar fuego a todas las de la Comunidad... Fue aquella llama, casi extinguida, la que produjo aquellas bellas luminarias, las cuales, a su vez, podrían comunicarse a otras infinitas e iluminar el mundo entero... Y todo se debería a la primera lamparilla que originó este incendio. Lo mismo sucede con la comunión de los santos. Frecuentemente, sin que lo sepamos, las gracias y bienes que recibimos son debidas a un alma escondida, porque el Señor, en su bondad, quiere que los santos se comuniquen recíprocamente la gracia por medio de la oración... Cuántas veces he pensado que todas las gracias que he recibido se las debo a la oración de un alma que pudo pedir por mí a Dios y a la que yo conoceré solamente en el cielo" (Últimas conversaciones, 15 de julio). 

 

«La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos los órganos; comprendí que tenía un corazón, y que este corazón estaba abrasado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que imprime movimiento a todos los miembros, que si el amor llegase a apagarse, ya no anunciarían los apóstoles el Evangelio, y rehusarían los mártires el derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno. Y exclamé en un transporte de alegría delirante: ¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me correspondía en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI). 

 

Su vivir es Cristo y para Cristo. Ha encontrado su razón de ser en plenitud. Su vida y su muerte, sus alegrías y dolores...; le da igual, porque todo ha sido ofrecido, desde el amor, a fin de ganar almas para Cristo. De ella, y con toda exactitud, podemos decir que “en poco tiempo, hizo grandes cosas”.

 


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